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Columna: La Agonía del Autor en la era informática

Mario Rodríguez Fernández (*)
A partir de una frase de Octavio Paz en El ogro filantrópico y un artículo de la Revista Atenea que desarrolla una crítica al derecho de autor en la era de la informática, me propongo interpretar el tema más allá de la superestructura jurídica que lo rodea, y a la cual frecuentemente se alude en estas ocasiones.
La frase de Paz se refiere a que la idea de autor es una invención burguesa.  Así, el autor sería dueño de su libro (su cuadro, su partitura), como un propietario es dueño de su casa o su parcela.  Yo glosaría diciendo que el registro de propiedad intelectual es equivalente al registro de propiedades inscrito en el Conservador de Bienes Raíces.
Por su parte, el artículo de Atenea plantea inteligentemente que en el estado actual de la información digital, la posibilidad de reproducción y distribución del material protegido por el derecho de autor es puesto en crisis básicamente por el fenómeno de la piratería, revelando el conflicto fundamental sobre el que se sostiene toda “ilusión de propiedad”.
El trasfondo histórico de esta protección legal de la producción intelectual se asienta –como opina Paz– en la noción de propiedad privada.  Consecuentemente,  la figura del autor con sus prerrogativas especiales nace con la sociedad burguesa y el sistema capitalista que la sostiene.  Dicho de otro modo, el autor y sus derechos son dos figuras legales propias de la modernidad y generadas por la necesidad del capitalismo de poner precio al trabajo inmaterial.
En la época premoderna, edad media y renacentista, el libro circulaba como expresión anónima. Si figuraba el nombre del autor era una referencia adicional del texto que implicaba diversos sentidos, como la de conseguir reconocimientos, favores de los poderosos o alcanzar la fama, sin apuntar nunca a la noción jurídico-económica de propiedad.
Cabe destacar otro punto adicional de gran peso.  Durante muchos siglos, en el campo de la creatividad artística, al no existir la noción legal de propiedad intelectual la obra no tenía dueño y estaba a disposición de todos.
En el terreno de mi especialidad, la literatura, los autores premodernos glosaban, copiaban, traducían e imitaban a los antiguos con plena aceptación de lectores y críticos.  La imitación de los autores griegos y latinos era un punto relevante de la apreciación estética que podían despertar.  La aparición de la poética romántica produjo una crisis de este ideario artístico al introducir las categorías de plagio y originalidad.
Antiguamente, jamás a Fray Luis de León, inserto en el mundo renacentista, se le habría ocurrido perseguir la originalidad en la escritura de su hermoso texto Oda a la vida retirada. Lo que le interesaba realmente era la imitación de las odas de Horacio. Modernamente, la originalidad de la obra literaria estará unido a la idea del “genio, creador”, vector central en la estética y la ética modernista.
Las nociones del creador genial, de originalidad y su contrapartida desdorosa (el plagio) contribuyen hoy día a justificar estéticamente, adornar, o más críticamente, a disfrazar la presencia del gran actor: el mercado que irrumpe en la creación cultural para conseguir la plusvalía, la ganancia que deja la venta de las obras artísticas.
Creo que de acuerdo a esta última noción, la de plusvalía, el derecho de propiedad intelectual, más que proteger al autor, se encarga de fijar nítidamente el binomio autor-lector bajo la figura del productor-consumidor,  consagrando la idea que el consumo exige la adecuada retribución económica.  Al mismo tiempo, establece una distancia insalvable entre el que produce y el que consume.
Y aquí paso a la segunda idea propuesta, referida al tema de la piratería y la propiedad privada. La piratería digital es la reproducción del material literario (artístico, musical, pictórico, etc.) protegido por el derecho intelectual sin el consentimiento del autor.  La piratería se presenta como la gran infractora del copyright.  Lo que hace en el fondo es anular la distancia entre productor y consumidor, puntualmente entre el autor y el lector.
Este último aparece tan dueño del texto como el propio autor: la lectura manipula, le da sentido, le da otra “vida” distinta a la propuesta por el autor.  Borges lo narra genialmente en Pierre Menard, autor del Quijote.  Allí un escritor francés inventado, Menard, se propone volver a escribir el Quijote línea por línea, no otro Quijote, sino El Quijote.  El resultado es la rescritura de los capítulos IX y XXII de la obra de Cervantes.  Cuando Borges da a conocer uno de ellos, el IX, uno se da cuenta con sorpresa que reproduce letra por letra lo escrito por Cervantes.  ¿Dónde está la diferencia?  Solamente en el modo de leer, determinado por el lugar desde donde se lee.  Un lector situado en el siglo XVII lee (entiende e interpreta) de un modo muy distinto el mismo enunciado, a cómo lo hace un lector del siglo XIX.  El Quijote pasa a ser patrimonio de todos, haciendo evidente su condición de “actividad genérica, social e histórica, más allá de los límites de la propiedad privada”.
Algunos creen que la teoría literaria es un ejercicio meramente abstracto que no toca los problemas sociales urgentes, sin embargo la llamada poética del lector que ocupa un lugar destacado en los estudios literarios actuales, es una forma social de emancipamiento de la tiranía del autor.  Al colocar el acento en la figura del lector rompe la distancia del binomio canónico productor-consumidor. Leer es una actividad tan importante como escribir, afirmación que erosiona, relativiza y -al fin- destruye la idea burguesa de autor, rechaza la noción del libro como propiedad privada, lo abre como un espacio de encuentro y lo transforma en un terreno de todos y una tierra de nadie.
Ello es un gesto de emancipación del carácter “policial” que ha terminado por asumir el derecho de autor. Basta pensar, para admitirlo, en el caso de la viuda de Borges, que ha llevado recientemente a los tribunales a un escritor que paradojalmente ha hecho lo mismo que su marido: reescribir un texto ajeno, en este caso El Aleph del propio Borges.  Me refiero al caso de Pablo Katchadjian, que publicó El Aleph engordado ¿De qué se acusa a este autor argentino? de estar movido por el beneficio económico al intervenir El Aleph borgiano.  María Kodama deja en evidencia que “entrar” en el cuento de Borges es un delito análogo al entrar sin permiso a una propiedad privada.  La poética del lector, desde este caso, deviene en un acto revolucionario.
Aunque duela, me duela, la idea de propiedad privada en que se asienta el derecho de autor está en crisis. Lógicamente no sólo por la poética del lector, que es un rasgo más de la crisis, sino por la era informática en que vivimos, que apunta al término definitivo de la “galaxia de Gutenberg”.
Las técnicas digitales no se mueven como la piratería por el afán de ganancia ni de simple distribución. Son una herramienta para realizar un trabajo inmaterial bajo una nueva lógica que supera la noción misma de propiedad privada.  Hoy día existen softwares comunitarios en que cualquiera puede entrar y modificar, como lo hizo Katchadjian con Borges.  Sin duda que este tipo de emancipación tiene sus límites, pero al conflicto entre lo privado y lo público que plantea, conduce al derecho de autor a una crisis que tendrá que resolverse de una u otra manera.
(*) Director Sello Editorial
Universidad de Concepción