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Columna de opinión: La universidad secuestrada

Más allá de las interpretaciones y juicios que la situación actual de nuestra universidad de Concepción suscite, es un hecho que estamos cayendo en una especie de pendiente resbaladiza y, por tanto, en un campo de difícil retorno si no se agudizan los sentidos y la inteligencia se dedica a abonar conflictos y no buscar soluciones.
Negar a  estas alturas que el espacio de convivencia ha sido dañado es absurdo: agresiones,  facultades tomadas, etc,  se han convertido en signo de clausura de aquello que define la acción universitaria como tal; es decir, la búsqueda de la verdad en diálogo permanente entre sus actores y la ciudad.
Es de toda evidencia que si se niega la libre circulación de las ideas, hay claramente agresión a la academia y, junto con ello, como símbolo visible de una violencia instalada, nos topamos cara a cara con la destrucción de la arquitectura que nos cobija… lo peor de todo el daño físico es el monto de dinero que hace falta para otros fines y dejo de lado los otros daños, entre los cuales está la pérdida de confianza que implica mayor energía colectiva de recuperación.
Sé que para muchos es majadero escuchar que en el  barrio hay una violencia instalada, estructural por la injusticia sistémica, pero también subjetiva por la clausura del tiempo de aprendizaje que algunos se empeñan en mantener a pesar de las opiniones mayoritarias y de los costos que esto implica. De suyo, si el daño deontológico es mayor en varias disciplinas, entonces ¿cómo sostener la urgencia por la calidad en el núcleo de la demanda estudiantil? o ¿cómo servir a los más necesitados si las herramientas para hacerlo no se aprehenden ni se desarrollan en el lugar creado para tales fines?
Tengo la sensación de vivir hoy en una universidad secuestrada por quienes desean que comulgue a totalidad con sus criterios de acción, confundiendo el juicio estratégico con tácticas de ataque, pero con ello únicamente consiguen que me aleje del justo sentido de algunas de las demandas.
Por la larga letanía de conflictos reales y amenazas potenciales que me acompaña cuando llego a la universidad, me embarga la tendencia de hacerme eco del síndrome de Estocolmo, pues es mejor compartir o guardar silencio a razón de que mi supervivencia académica depende de ello: no vaya a ser el caso que se molesten quienes se toman los espacios y me nieguen autoridad alegando insolidaridad, el desamor y, por último, muestra palpable de mi error al no comprender y asumir los hechos de verdad que dicen sostener. Pero ¿qué pasa con mis propias ópticas?
Todo lo que veo me trae a la memoria el grito de un general español allá por el año 1936: “Muera la inteligencia” es un insulto lanzado a la cara de un hombre libre como Unamuno. ¿No es acaso el mismo sentido que permea algunas acciones como es el ataque a ingeniería, los insultos que se proponen en las murallas, las acciones ya directas de amedrentamiento (por no decir las que circulan por la web),  así como poner (cuando lo deseen y según su humor), horarios de acceso a las oficinas para o, derechamente, impedir la libre circulación de las ideas? ¿No hay en todo esto un morir poco a poco de la inteligencia?, ¿No hay traición a la libertad y justicia exigida por todos, si se imponen por las minorías  criterios de crítica y acción? Nefasta cuestión, pues se cae en prácticas dictatoriales que claramente matan la inteligencia, secuestrando la universidad de su misión, poniéndola al servicio de objetivos discutibles que, además, la historia ha demostrado que pecan de totalitarios.
Profesor Rodrigo Pulgar
Depto. de Filosofía