¿ES NECESARIO SACRIFICARSE PARA APRENDER EN LA UNIVERSIDAD?
O MEJOR DICHO, ¿ES EL SACRIFICIO PARTE INDISPENSABLE DEL APRENDIZAJE UNIVERSITARIO?

 

En el mes de abril los estudiantes de Arquitectura de la Universidad de Chile se manifestaron contra una carga académica que acusaban excesiva: casi nada de tiempo para descansar o divertirse, gran ansiedad ante las evaluaciones y problemas de salud mental parecían una descripción de nuestros propios pasados universitarios. Y quizás por lo mismo muchos aprovecharon las redes sociales para criticar a estos estudiantes por consentidos, poco esforzados y poco sacrificados (lo que en sí mismo es un concepto ilustrador).

Reaccionaban airados porque estos estudiantes no se mostraban dispuestos a someterse a las reglas del rigor por las que los demás habíamos pasado para obtener nuestros títulos profesionales. Como si esta manifestación representara una pataleta aislada y “millenial”. Sin embargo, no consideraban que ya el año pasado diversas organizaciones estudiantiles alertaban sobre los efectos nocivos de la carga académica en la salud mental de los universitarios, y que mucho antes de eso, por lo menos desde hace 20 años, los estudios vienen documentando que los universitarios presentan mayores niveles de depresión, ansiedad, estrés, agotamiento emocional, consumo problemático de alcohol e ideación suicida (entre otros) que la población general.

Entre las voces a favor o en contra de los estudiantes, se levantaba la discusión sobre si es necesario o no tolerar este nivel de sacrificio personal para formarse como profesional.

Sin embargo, creo que una discusión debe plantearse antes: ¿es este sacrificio una parte inseparable de la formación profesional?.

Veamos.

En primer lugar, los estudiantes denuncian que el tiempo que exigen las carreras les quita tiempo para el descanso y la recreación. Y aunque podemos coincidir en que convertirse en un profesional capaz demanda tiempo, dedicación y un involucramiento activo en el proceso de aprendizaje, vale la pena preguntarse si estas horas dedicadas realmente permiten aprender.

Hay problemas al respecto de parte de los alumnos: la evidencia muestra que gran parte de ellos reconocen problemas de planificación del tiempo y presentan hábitos y estrategias de estudio deficientes, lo que hace que tres horas tratando de estudiar no resulten necesariamente en tres horas de estudio, y éstas, a su vez, difícilmente se conviertan en tres horas de aprendizaje.

Pero también hay problemas de parte de la universidad: encontramos temas que terminan viéndose dos, tres o cuatro veces en una misma carrera, no porque se estén profundizando, sino por errores de diseño de los planes de estudio, y también hay temas cuyo aporte en la malla es incierto. Además, estos planes que siguen atiborrados de contenidos y pese a la rápida obsolecencia del conocimiento en las distintas profesiones, mantienen su foco en memorizar saberes “tradicionalmente validados por la disciplina” en lugar de desarrollar habilidades para que los profesionales puedan aprender continuamente, descubrir y crear.

Y aunque los procesos de acreditación han tratado de modificar lo anterior, moviendo (o empujando) a las carreras a organizar su formación, estableciendo perfiles de egreso, calculando cargas de trabajo y definiendo trayectorias de aprendizaje, en nuestras investigaciones hemos encontrado que muchos docentes en Chile siguen llegando al aula para enseñar según la expectativa personal que tienen de lo que un profesional necesita, sin conexión ni colaboración con las otras asignaturas y docentes de la carrera en que se desempeñan, y sin una idea clara del perfil de egreso declarado por ésta.

En segundo lugar, los estudiantes denuncian la ansiedad que les generan las evaluaciones. Y se les ha criticado que no toleran la exigencia. Y sí, podemos acudir a algunas frases que tenemos impresas en nuestra mente: “La vida es dura”, “Hay que esforzarse para lograrlo” y entender que ninguna persona puede formarse profesionalmente sin exigencia y esfuerzo. Sin embargo, una alta exigencia está asociada a una mayor motivación: los estudiantes se entusiasman cuando son intelectualmente desafiados y se aburren cuando la tarea es muy fácil. ¿Dónde está al problema entonces? Pues uno de los factores que gatilla ansiedad ante las evaluaciones no es la exigencia en sí, sino una distorsión que podemos llamar exigencia desmedida:

  1. Aquella en que el docente exige más de lo que es esperable para el nivel que cursan sus estudiantes (por ejemplo, cuando el docente exige a alumnos de primeros años un nivel de desempeño que él mismo solo logró después de años de experiencia profesional y postgrados),

  2. Aquella donde se le exige al estudiante un resultado pero no se le dieron las oportunidades para aprender a alcanzarlo (por ejemplo, cuando le pedimos al estudiante que haga un análisis crítico y una propuesta innovadora, pero para aprender eso sólo tuvo clases expositivas en las que se esperaba que escuchara pasivamente al profesor leyendo su Power Point),

  3. Aquella donde se le exige más de lo que es humanamente alcanzable con el tiempo disponible (por ejemplo, esos periodos de las últimas semanas del semestre donde todos los profesores exigen entregas de todos los trabajos, calendarizan evaluaciones acumulativas y los test y disertaciones se multiplican en la agenda).

En estos casos no se trata de una vara alta u orientada a la excelencia, sino de un proceso formador que no forma y que no se hace responsable de brindar las oportunidades para que el estudiante alcance los aprendizajes esperados. Es decir, tenemos un proceso formador eludiendo su responsabilidad.

Y en tercer lugar, se suma un segundo ingrediente: los procesos de evaluación que están mal diseñados. Los estudiantes se reportan menos ansiosos cuando saben qué esperar de una evaluación: saben los aspectos a ser considerados, los criterios que se usarán para calificarlos y las instancias en que ocurrirá la evaluación. Cuando eso ocurre, no están ante una evaluación fácil; están ante una evaluación bien diseñada. Una que les permitirá guiar sus estudios eficientemente y alcanzar las aprendizajes esperados. Esto es, avanzar en la formación profesional que es justamente lo que quiere la Universidad. En cambio, cuando los alumnos no saben qué, cómo ni cuándo ocurrirá la evaluación, cuando esta se reduce a un juicio arbitrario y poco transparente del docente sin una pauta de por medio, cuando ésta ha sido diseñada para “pillar” al alumno o cuando los resultados se entregan sin retroalimentación alguna, estamos ante una evaluación que no ayuda a la formación profesional, y que – además de su cuestionable valor educativo – genera ansiedad, estrés y desmotivación gratuitamente.

Las situaciones anteriores, que aparecen en las denuncias de los estudiantes y que han sido documentadas en la investigación en educación superior, nos muestran que el estudiante estresado, cansado y enfermo no emerge como un resultado inevitable del esfuerzo que demanda ser universitario, y que no sólo se agudiza porque éste tenga menos tolerancia a frustración y malos hábitos de estudio. Lo que esto muestra, es que este alumno sin bienestar es, primariamente, resultado de debilidades históricas (sino negligencias) del sistema universitario que pueden y deben ser corregidas.

Para iniciar en esta línea, el sistema educativo debe invertir, desde temprana edad, en el desarrollo de la capacidad de los estudiantes para aprender autónomamente, definiendo sus propias metas de aprendizaje, elaborando estrategias para alcanzarlas y autorregulándose para implementarlas, lo que incluye ser capaz de motivarse, planificar y persistir. Esto es básico para transmitir el mensaje clave: el alumno es el eje de su formación, su principal responsable y el único que hacer posible el aprendizaje. Esto requiere modificar las estructuradas curriculares de las escuelas y volver al alumno en un partícipe activo.

Pero también debe invertir en las condiciones para la docencia, sobre todo en la universidad donde la mayoría de quienes forman profesionales carecen de conocimientos de pedagogía. Lo anterior implica que la capacitación en pedagogía de la planta académica, no puede ser un mero trámite o indicador para las acreditaciones. Dentro del funcionamiento de la Universidad, el fortalecimiento pedagógico de los académicos, debe ser una tarea central, reconociéndoles, capacitándolos y dándoles los recursos de apoyo para mejorar su enseñanza, relación con alumnos, enseñanza y planificación.

Y entre estos puntos, quisiera destacar los dos últimos. La universidad debe desarrollar en el docente la capacidad para diseñar cada curso y cada clase orientándose hacia el perfil de egreso de la carrera y en el marco del modelo educativo de la casa de estudios. Asimismo, debe formarle para que éste diseñe actividades de aprendizaje más estimulantes que la tradicional exposición de Power Point y para que asigne tiempos adecuados para el trabajo académico dentro y fuera del aula, entre otras cosas. Y en este punto, debería coordinarse con los otros docentes del semestre, para que las cargas por periodo sean humanamente adecuadas.

De igual forma, la universidad debe procurar que sus docentes sepan evaluar, ya que es uno de los aspectos más técnicamente complejos de la docencia. El docente debe aprender a diseñar instrumentos de evaluación y, sobre todo, a generar instancias de retroalimentación significativas.

Y ni planificar ni evaluar son habilidades que surjan de forma innata. Un profesor aprende lo fundamental de educación durante cinco años de formación en Pedagogía. ¿Por qué habríamos de esperar que un arquitecto, un médico, un psicólogo o un ingeniero supieran hacerlo de la nada? Aprender a hacer una planificación y una evaluación que apoyen el aprendizaje, requiere que el profesional académico asuma responsablemente una migración disciplinar, pues deberá salir de su zona disciplinar y comenzar a estudiar (y aprender) de pedagogía. Quienes no se forman en pedagogía, tendrán pocas o nulas herramientas para enfrentar la docencia, muy probablemente actuarán en el aula basados en los modelos (y antimodelos) de los docentes que los formaron, y aunque pueden reproducir prácticas valiosas (las que los ayudaron a convertirse en los buenos profesionales que son hoy en día) también replicarán aquellos vicios que nada aportan al aprendizaje y perjudicaron gratuitamente su bienestar.

Sí. Gratuitamente. Porque aunque todos pasamos noches en vela, vivimos estresados la entrega de un trabajo, sudamos frío esperando el resultado de una prueba y tuvimos temor ante una asignatura, debemos entender que eso nunca fue necesario para aprender. Pudimos formarnos sin sufrir tanto. Sufrir lo que se sufre cuando quieres formarte como profesional, y eso requiere dejar cosas de lado como una serie, unas horitas de sueño o un fin de semana. Pero no teníamos que sufrir por las evaluaciones mal diseñadas ni los problemas de planificación. Ese fue sufrimiento gratuito. Nadie aprende gracias a eso, sino a pesar de eso. Y sí, ya es tarde. No podemos cambiar nuestro pasado, pero podemos apoyar a las nuevas generaciones de estudiantes a cambiar el futuro. El de ellos y el de la universidad.

 

           Cristhian Pérez-Villalobos
                 
 Doctor en Ciencias de la Educación
                   Departamento de Educación Médica

                   Facultad de Medicina

                   Universidad de Concepción