INNOVACIÓN, GLOBALIZACIÓN Y EDUCACIÓN

 

La innovación podría ser considerada el alma de la globalización y una  poderosa herramienta para el desarrollo de las economías emergentes, porque es la base de la sofisticación de los productos y servicios y de la diversificación productiva. Frente a este escenario,  donde el desarrollo de las ciencias y la revolución digital nos ha conducido a una era de cambios acelerados,  las  Universidades debieran comprometerse a provocar un cambio real en sus modelos educativos. Para ello, es necesario evolucionar desde una educación  centrada en la enseñanza de contenidos hacia una educación centrada en el aprendizaje y el desarrollo de competencias, con mallas curriculares flexibles y articuladas, que garanticen la transformación de los estudiantes en profesionales con competencias genéricas y específicas, que les permita abordar  problemas con una visión global,  dar solución a las necesidades presentes y futuras de la sociedad, y promover   el desarrollo sostenible, con equidad y con espíritu democrático, solidario e inclusivo.

Un modelo educativo que fomente y fortalezca la aplicación del conocimiento con un enfoque global, se dinamiza a través de la multidisciplina, la internacionalización, la movilidad estudiantil y la real interacción entre gobierno-empresa-universidad, la triple hélice. En este contexto, el gran desafío de las universidades del siglo XXI  es  formar  estudiantes innovadores,  fortalecer  el ecosistema de innovación y fomentar una cultura de la innovación en las instituciones.

Existen numerosas definiciones de innovación, aunque todas ellas incorporan dos conceptos fundamentales: la creación de algo nuevo, sea esto un producto, un proceso, un servicio o simplemente una forma distinta de hacer las cosas y la incorporación de valor que incentiva la demanda que produce el cambio. Es decir, no basta con la generación de una nueva idea o prototipo, para considerarlo una innovación, es necesaria la adopción del producto o proceso por el mercado. Otro aspecto importante a considerar, es el proceso de innovación propiamente tal, en el cual podemos identificar esencialmente tres perfiles diferentes de liderazgos, de talentos o de capacidades: los innovadores, los desarrolladores y los emprendedores o ejecutores. Los innovadores  son capaces de visualizar un problema u oportunidad y generar ideas o soluciones creativas para abordarlas; los desarrolladores, son capaces de transformar las innovaciones en  prototipos o parte de ellos mediante la combinación de un conjunto de habilidades de innovación y emprendimiento,  que hacen posible ponerlas en práctica e introducirlas al mercado. Por su parte,  los emprendedores, son quienes deciden ejecutar una idea innovadora, escalarla  y masificarla para finalmente alcanzar éxito en la colocación de esos productos o procesos en el mercado. Las organizaciones innovadoras exitosas, se caracterizan por incluir estos tres tipos de liderazgos en sus equipos, sin favorecer ni uno ni otro perfil, manteniendo un equilibrio en el número de profesionales con estos distintos perfiles, sobre la base que comúnmente en una persona predomina uno o dos de los tres perfiles de liderazgos descritos. Esta integración de perfiles, permite la multidisciplina, fortalece un trabajo colaborativo y promueve la generación de redes de trabajo, características propias de un proceso innovador exitoso.

Debido a que el mercado laboral requiere de estos tres tipos de perfiles de liderazgo, es necesaria la reflexión sobre las competencias que estamos entregando a los estudiantes en su formación profesional. Al respecto, no es difícil pensar que nuestros estudiantes cumplen con el perfil de desarrolladores, ya que las herramientas entregadas en su formación le permiten adquirir las competencias técnicas necesarias en sus disciplinas para poder desarrollar y evaluar prototipos de procesos, productos y servicios. Por otro  lado, existen esfuerzos importantes en desarrollar la actitud emprendedora como competencia genérica, quedando la actitud innovadora como la más débil en el proceso formativo, especialmente en las carreras del área biomédica. Recientes investigaciones han demostrado que las competencias innovadoras de las personas pueden ser desarrolladas y fortalecidas, y que no necesariamente corresponden a una herencia genética, por lo que, dependiendo del entorno socio-cultural y el  empleo de estrategias pedagógicas específicas, se puede fomentar una conducta innovadora.

En el análisis realizado por Dyer, Gregersen y Christensen, sobre las principales habilidades de una persona innovadora, se ha podido determinar que existirían algunas competencias que guardan estrecha relación con una cultura innovadora y que, además, podrían fomentarse. Una de estas habilidades es la capacidad de cuestionamiento, de desafiar constantemente el “status quo” de las cosas, de preguntar cómo suceden y cuestionarse que pasaría si fueran diferentes. Esta habilidad está muy ligada a la capacidad de observación del entorno, lo que implica observar cuidadosamente el mundo alrededor, en especial el mercado, los clientes, los proveedores, los productos y los procesos asociados, otorgando una visión única y amplia de una nueva forma de hacer las cosas. Otra característica importante, que se ha relacionado con personas innovadoras, es la capacidad de experimentación, es decir, el deseo constante de saber cómo funcionan las cosas y de probar nuevas experiencias, aprender otros idiomas y otras disciplinas. Una cuarta habilidad, es la facilidad para la creación de redes, tanto con personas que comparten la disciplina, así como con otras que se encuentran muy alejadas de su quehacer diario, incorporando un gran capital social a su trabajo cotidiano y una perspectiva diferente sobre un problema. Por último, la capacidad de asociación y/o creatividad, ha sido por mucho tiempo sinónimo de innovación, por lo que esta habilidad de conectar cosas a simple vista no relacionadas entre ellas y dar origen a un producto o proceso completamente nuevo es absolutamente necesaria.

En conclusión, nos encontramos en un entorno laboral complejo, con economías globales muy dinámicas, con un sistema educativo que exige entregar competencias genéricas y específicas y con un crecimiento constante de información y de nuevas tecnologías, por lo que el aprendizaje autodirigido y el rol del docente como un verdadero facilitador y guía,  cobran relevancia en un proceso de enseñanza-aprendizaje exitoso que incentive una conducta innovadora y emprendedora en los estudiantes.

 

Dra. M. Jacqueline Sepúlveda C.
Profesora Titular
Departamento de Farmacología
Facultad de Ciencias Biológicas
Universidad de Concepción